Sunday, November 12, 2006

La chica más fea del mundo - Miguel Ildefonso

"La chica más fea del mundo" es un extracto de Hotel Lima, novela de Miguel Ildefonso que será publicada a fines de noviembre del presente año bajo el sello Mesa Redonda.


Me senté en una banca de la avenida Colmena —la avenida del cloro eterno, la llamaba un joven poeta al que conocí y que se mató arrojándose a un tren en Buenos Aires—. Estaba ebrio, sentado en esa banca, tranquilo, deleitándome con el suceder de las cosas entre los noctámbulos, insomnes como yo; quizás muy dentro de mí deseaba caer en ese devenir absurdo (siempre he tenido esa tendencia). Los minutos pasaban tranquilos hasta que una chica hizo su aparición. Primero sentí su presencia detrás de la banca, luego sus pasos en círculo, finalmente se situó frente a mí. Contra todo lo que se dice, yo no soy una persona demasiado huraña, por eso no me molestó que ella me tapase la visión sórdida de la avenida. Levanté la mirada y me sorprendió lo que vi. Era la muchacha más fea que había visto en mi vida. Sin decir nada, lo primero que hizo fue invitarme un cigarrillo. Lo recibí atraído por alguna extraña fuerza, estupefacto. Me lo puse delicadamente en la boca, sin quitarle la mirada a ese rostro verdaderamente grotesco. Luego ella sacó una caja de fósforo y lo encendió. Noté que tenía vellos largos en el dorso de la mano. Temerosa la muchacha, que tendría como unos veintidós años, se sentó a mi lado. Su pelo negro, grueso y sucio, se le caía por la cara. ¿De dónde habría salido esta criatura?, me preguntaba desde el fondo de mi borrachera. ¿Algún demonio, aún desconocido para mí, me la habrá mandado?, pensaba, tratando de buscar una explicación.

Dos gordos y secos labios se movían ante mi absorta mirada. Todo había estado normal aquella noche; aunque aún no veía a las patrullas rondar a las prostitutas ni escuchaba ninguna de aquellas misteriosas explosiones que hacían remecer los edificios. Todo seguía dentro de lo normal para mí, hasta que la muchacha me invitó a su cuarto. Allí tengo un buen trago para ti, me dijo con voz sensual, algo ronquita y susurrante. Entonces caminamos rumbo a la parte más oscura del centro de la ciudad. Era una vieja casona a punto de desplomarse. Efectivamente, en aquel cuarto, que desde afuera parecía pequeño, tenía una botella del mejor anisado. “Toma, ya sé que te gusta esta miel, ¿verdad?”, me dijo con esa inexplicable voz seductora. En las paredes tenía pegados muchos recortes de periódicos con las fotos de los poetas y escritores que había adorado en mi juventud: Baudelaire, Rimbaud, Joyce y muchos más, que se perdían por los rincones más oscuros de aquella habitación; una habitación, en realidad, y pese a su precariedad, acogedora. Tenía también un cuadro colgado justo donde llegaba la luz de la luna llena que entraba por la ventana: un retrato al óleo de Fernando Pessoa.

En un rincón de la habitación se encendió la luz de una lámpara a queroseno. La lámpara estaba sobre una mesa atiborrada de libros viejos y empolvados. Había más libros por el suelo, formando torres vetustas, como una Lima en miniatura. La cama no era más que un colchón tirado en la orilla de esa luz. Sin más miramientos, me senté en el filo del colchón para beber cómodamente. La muchacha, que se había estado desnudando en silencio mientras yo revisaba el lomo de un libro, se tendió a mi lado y, luego de unos sorbos más del pico de la botella, hicimos el amor.

Vi que quedaba la mitad del anisado en la botella. Mientras bebía empecé a odiar esa lámpara que hacía inevitable ver aquel cuerpo desnudo, lleno de granos, pelos y manchas con protuberancias. De pronto ella soltó algo realmente inesperado, que no supe si tomarlo a broma: “Quédate a vivir aquí”, me dijo, felizmente ya no recuerdo con qué voz expulsada de aquel inefable cuerpo. Puedes dedicarte únicamente a escribir, me decía susurrándome al oído, pasando suavemente las yemas de sus dedos sobre mi pecho. Me di cuenta de que lo que estaba haciendo con la mano izquierda era aquello que hacen las parejas que se aman: sí, cariñitos. Y ella recostada entre mi brazo y mi pecho. No, ella no estaba borracha. Yo sí. Aunque tal vez sí lo estaba, porque siguió hablando: “Yo me encargaré de que estés tranquilo. No te quejarás por nada. No te faltará nada”, seguía diciéndome la fea más fea del mundo, de la Vía Láctea y de todo el Universo.

Después de un breve silencio, el cual creí que había venido más bien por mi indiferencia, Rosa (así me dijo que se llamaba la desdichada) empezó a contarme de su organización. Una organización secreta de poetas que, entre sus actividades clandestinas, estaba la de hacer detonar bombas por diferentes sitios de la ciudad en horas de la madrugada. Efectivamente, aquellas misteriosas explosiones, ni más ni menos. Digo misteriosas porque se sabe que los que las hacían no dejaban lemas políticos pintados en las paredes ni arrojaban volantes sino, como todos conocemos, dejaban escrito en la vereda unos versos de origen desconocido. Con la mayor naturalidad y convicción me dio una serie confusa de argumentos y teorías en que se apoyaba la llamada No-Propuesta Poética de su organización. Me dijo que estaban llevando a cabo un plan infalible. Llena de emoción, decía que el movimiento (era el otro término que utilizó) había crecido en poco tiempo, que ya había empezado a cruzar las fronteras del país y que, al ritmo que iba, para el inicio del nuevo milenio ya tendría miles de integrantes, adherentes y aliados repartidos en todo el mundo. Por supuesto, no le creí nada.

Para mi desgracia, ya no quedaba ni una gota de licor en la botella. Después de recalcarme que lo que ella me pedía no era pertenecer a su grupo ni que era necesario adherirme a la NPP, o sea a la No-Propuesta Poética, sino que tan sólo me quedara a vivir en su cuarto, Rosa se quedó dormida con la boca abierta, panza arriba, roncando. ¿Me voy?, pensé en ese momento. Es mi oportunidad de abandonar a la bestia. ¿Qué demonio infeliz me la habría puesto en el camino? Me vestí y salí tranquilamente. No sé si el chillido de la puerta la habría despertado. Era fea, pero no estaría tan loca como para creer que me quedaría. Nunca había conocido a alguien semejante, pero tenía un aire que la hacía familiar. De alguna manera —pensé, busqué una explicación—, Rosa era una de las manifestaciones absurdas de mis pesadillas que se daban cada cierto tiempo en la realidad. Afuera, la noche era clara y silenciosa como un cristal que daba miedo que en cualquier momento se pudiera romper. Aún borracho, caminé varias calles bajo la luz de los postes. De Rosa ya apenas quedaba un ligero olor entre rancio y flores muertas que desapareció finalmente al llegar a la torre más alta de Lima. En verdad estaba más que cansado cuando llegué allí, bajo esa enorme mole de concreto, cansado de seguir escribiendo por impulsos ciegos, cansado de beber licores baratos, cansado de mí. Me acurruqué en la puerta metálica de un banco, sobre unos cartones que alguien había dejado. No sé cuánto tiempo faltaba para que amanezca, no quería caminar más. Sólo quería dormir, aunque sea un rato.

Al día siguiente de aquel suceso, cuando el sol rojo caía en el horizonte de mi ventana, me encontraba buscando entre mis papeles viejos unos textos que durante años tenía guardados en unos cajones. Eran textos que escribí en una juventud sana y llena de esperanzas, cuando era el escritor joven y prometedor, con dos primeros libros galardonados que me catapultaron inmediatamente al parnaso literario. No los pude encontrar por ninguna parte. Me di cuenta también de que habían desaparecido unos papeles que guardaba en el baúl heredado de mi padre. Eran poemas, relatos y novelas inéditas o inconclusas, proyectos truncos o ampliamente desarrollados, corregidos, pero todos rechazados por los editores que, ya antes de entrar en esta larga etapa solitaria y disipada de mi vida, se habían vuelto en mi contra. Mis ex lectores y ahora críticos, al tratar de explicarse mi leyenda, se dividen entre los que creen que todo se debe a mi dipsomanía, a la que llegué más por mis convicciones morales o, mejor dicho, amorales, y los otros, los que piensan que simplemente mi genio se acabó.

Pese a todo, curtido por la fatalidad, ya acostumbrado a ir perdiéndolo todo de a pocos, o a veces de un porrazo, ¡un asalto en alguna esquina!, yo seguía mi vida como hace tanto tiempo la venía haciendo: solitario, embriagándome, ajeno a estas pérdidas, alimentando con todo tipo de licores, en el mundillo literario —y desde lejos “marginal”, como dicen—, mi vieja leyenda de gran escritor maldito. Día tras día, al volver al cuartucho del Hotel donde vivía desde hacía décadas, constataba, sin apasionamientos, sin rencor, con dignidad, las desapariciones de mis manuscritos. Hasta las pocas cosas que estaba escribiendo en los últimos tiempos empezaron a desaparecer. Se había convertido en algo cotidiano. Sucedían de noche, cuando yo salía más. Poco a poco se fue haciendo tan “normal” que ya me había acostumbrado. En realidad no me importaba, porque desde hacía tiempo ya no me importaba lo que escribía ni el para qué. No sé si sólo por inercia lo hacía, o por un viejo instinto irracional educado por un inútil talento. Es verdad, aunque parezca algo lejano a mi naturaleza de escritor, ya no me preocupaba el destino de mis papeles. Es por eso que si me encuentro en un bar —el Cordano, el Queirolo, el Pizzelli o el Superba— y me viene algo a la mente, lo escribo en la servilleta que tengo a la mano. Si el mozo, al recoger mi taza, se lo lleva, es mejor para mí, así no tengo nada qué cargar, y es mucho mejor aún si lo arroja al tacho.

Por ahí, en una plaza, en la puerta de los bares, en plena calle, aparecen a veces algunos jóvenes periodistas que, luego de haberse enterado de que todavía no he muerto, tratan de entrevistarme, o bien se trata de algún joven poeta que ha estado siguiéndome con timidez y que quiere pedirme algún consejo. Yo los rechazo, les digo amablemente que hace tiempo no escribo nada y que si, por favor, me pueden dejar en paz. No leo las páginas culturales de los periódicos, no me interesa las novedades literarias del país o de afuera.

Entonces, como les cuento, yo seguía mi vida, así como ustedes juzgarán, y con estas desapariciones que no me afectaban para nada, hasta que hace unos días, deteniéndome en un puesto de periódicos, como suelo hacer cuando me llama la atención la foto de alguna vedette desnuda en la portada o en la contraportada, vi en un diario la fotografía de Rosa ¿Cómo podía olvidar aquel rostro magullado por la adversidad? Bajo ese cruel retrato estaba escrita la noticia de su muerte efectuada por las fuerzas del orden en medio de un enfrentamiento armado ocurrido a primeras horas de la noche anterior.

¡Qué locura!, ¿no creen?, hasta ahora no me entra a la cabeza; pero, claro, es lógico para ustedes, pero para mí no: por unos viejos papeles míos que habían estado desapareciendo de mi cuarto, que ahora han encontrado ustedes entre las pertenencias de aquella desdichada muchacha, ¡creer que yo soy el líder de esa secta de fanáticos! Por favor, no jodan. Con esto pongo punto final a mi intervención en esta historia tan disparatada. Me quita tiempo. Ando buscando en estos días el punto preciso del sabor de un pollo al curry con toques de páprika, ají amarillo y chirimoya. Como podrán advertir, ando muy ocupado. Por favor, déjenme tranquilo. Ya no me jodan, ¡carajo!


(Fotos: Dalia E.)

5 comments:

Anonymous said...

felitaciones! El cuento es muy bueno. ¿Que dia piensan presentarlo?

Anonymous said...

Me gustó La chica más fea... ¿Cuándo estará a la venta el libro y cuál será el precio?

Juan Pablo said...

me gustan las fotos, quién las tomó?, pongan su credito pues.

Anonymous said...

Felicitaciones Miguel por esta nueva entrega literaria.
Sé de la entrega y pasión con la que te dedicas a lo que tanto amas: la literatura.
Bienvenido sea ese tránsito por "Hotel Lima" y por lo pronto me alisto para "hacer cola" e ingresar a sus cómplices y mudos cuartos este jueves 23.

Anonymous said...

Felicidades por tu nuevo libro,me gusto mucho la fotografía,y sobretodo el fragmento de la chica más fea.Espero leer la novela completa. bemc.