Thursday, January 28, 2010

Acerca de "Humo de incendios lejanos". Texto de Luisa Elvira Belaunde

PRESENTACIÓN DE HUMO DE INCENDIOS LEJANOS
Luisa Elvira Belaunde

Es para mí una oportunidad sin precedentes poder presentar el libro de Eduardo, Humo de incendios lejanos. Sin precedentes porque es la primera vez que presento el libro de un amigo de la infancia, y también porque es la primera vez que presento un libro de poesía, visto que soy especialista en antropología amazónica.

Pero este libro tiene muchas resonancias antropológicas, por su contenido y su estructura puesto que nos encontramos ante trece poemas —un número de reconocido valor esotérico— en los que se hacen múltiples referencias a figuras de la mitología pasada y actual, principalmente cristiana y germánica, pero que vibran al unísono con la literatura oral de los bosques sudamericanos. Además, casi todos los poemas tienen rasgos silvestres: las plantas, los pájaros, la luna, los perros, la serpiente, la nieve, los árboles que —como nos dice el poeta— se “desprenden de sus ramas”…
Y cuando se escucha hablar de incendios es la imagen de un bosque en llamas lo que más rápido viene a la mente. Incendios forestales que son muy reales en el paisaje donde Eduardo vive y enseña literatura hispánica, en medio del bosque norteamericano; tan reales como los incendios que arden en la amazonía y llenan el horizonte de humo, impidiendo que los aviones aterricen en los aeropuertos y haciendo que la luna de noche se vea roja, manchada de sangre: una luna de eclipse. Los pobladores de la Amazonía dicen que el jaguar del cielo se la está comiendo. Es extraño —¿no?— cómo el humo, siendo tan pálido y espectral, puede tornarse sangre cuando cubre la luz sombría de la noche.

de dónde vendrá ese título humo de incendios lejanos
lo escuché en un parque en el dorso de una oreja rampante
y entregada la luna estaba roja el bosque como siempre pleno
de heliotropos y begonias azules…
(13, “Humo de incendios lejanos”, estrofa 1)


Sin embargo, lo que más aproxima este libro a la antropología es el detenimiento con el que el autor que se va aproximando y aproximando, trece veces, al tema de la memoria, aquella que se construye a partir del humo de los incendios lejanos, no solamente distantes en el espacio sino en el tiempo, en el recuerdo colectivo y el personal, y en el recuerdo de los libros leídos. En última instancia, me parece que este es un libro sobre la inspiración y el misterio de la reencarnación de las palabras a través de diferentes bocas que las hablan y manos que las escriben.
Es un libro sobre la posesión por los espíritus. ¿Dónde queda el individuo moderno si todas las palabras que él pronuncia en su esfuerzo por individualizarse más y más no son sino humos de incendios lejanos, retornos de un pasado, de otro lugar? Si en vez de individuos, convencidos de su in-dividisibilidad e irreductible ego-centrismo, sui generis ontológico, tenemos a per-sonas, es decir tal y como la etimología latina lo deja entender (Marcel Mauss, “Une catégorie de l´esprit humain: la notion de personne, celle de “moi”, En Journal of the Royal Anthropological Institute, vol. LXVIII, 1938, Londres, Huxley Memorial Lecture, 1938): una boca, una máscara, o como tantas veces nos dice Eduardo, un rostro oscuro, un rostro azul, un rostro de luna, por medio del cual suena una voz que viene de otros, de todos los otros que sonaron y re-sonaron en el pasado y en lugares lejanos? ¿Será entonces que lo que este libro nos dice es que el individuo es un engaño y que el poeta es una máscara, no porque sea un disfraz, sino porque es necesario ser máscara para tornarse un medio a través del cual se expresan los espíritus de lo que una vez ardió y continúa ardiendo?

tanto hablas de ti que acabarás por ser otro dijo aburrida
la esfinge …
(12, “Cartas que llegan sin hacer ruido”, estrofa 5)

Así se ríe la esfinge de quien pretende afirmarse como un sujeto único por medio del lenguaje, que nos constituye a todos y al que todos pertenecemos. El sentido del humor está sembrado por todos lados en el poemario, invirtiendo la búsqueda del “yo” asociada a la esfinge y los oráculos y volviéndola un reencuentro con los “otros” que conforman nuestra memoria. Reencuentros muy de cuerpo a cuerpo, a veces hasta de a mordiscos, con la poesía y la persona de sus antecesores. Justo antes del verso anterior, en la estrofa 4, el poeta nos habla del sabor a ceniza que le deja en la boca el escribir poesía.

cómo hablar si apenas te escuchamos cómo callar
si tu memoria adormece cómo dormir si tu lengua
nos devuelve a la ceniza

Hace pocos días, comentando con Víctor Vich la reseña que escribió sobre este libro de Eduardo, él me decía que a su parecer ésta era su obra más lograda; que era una obra compleja y difícil de leer porque en ella se encontraba un exacerbado reconocimiento de que el sujeto estaba desbordado por las palabras. ¿Qué es este desborde? ¿Es un exceso, es una falta? ¿O tal vez una angustia o una invocación? ¿Un rezo? ¿Un ejercicio espiritual?

atraer el humo y no dejarse asfixiar he allí el primer
ejercicio …
(10, “Ejercicios para borrar la lluvia”, estrofa 3)

El poeta necesita el humo. ¿Cómo atraerlo sin que nos ahogue, sin que nos nuble la vista, sin que nos haga caer en la nostalgia o en la exasperación de tanto escuchar a los perros ladrarle a la luna sin parar, exigiendo que uno le haga caso al gran rostro que cuelga en el cielo, que es tan voluble como el humo, tan espectral como el recuerdo cenizo de lo pasado?

…cómo aceptar un verso que golpea
la memoria hasta hacerla doler no te preocupes dice
si no recordaras cualquier otro me hubiera escrito
(8, “Ordenando la biblioteca antes de dormir”, estrofa 6)

Pues es casi como una pena… un penar. Alguien cela al poeta y lo vigila desde el más allá. La preocupación con la autoría y la experimentación de las palabras es mostrada en todas sus facetas, como una gran rosa en cada poema, y de vez en cuando, la pregunta se hace concreta:

¿quién vigila mis pasos? ¿quién me dicta sus palabras?
¿quién me dice ahora es el momento? no sé

quién vigila mis pasos quién me dicta sus palabras quién
me dice ahora es el momento
(13, “Humo de incendios lejanos”, estrofa 4)

Es que las palabras quieren arder, pero para arder necesitan un canal por donde lanzar su humo, una boca que las fume. Necesitan de un persona por donde per-sonar, y per-sonar por medio de la escritura.

… no me dijo es la nieve que oprime
hasta sangrar tu lengua el hedor insoportable de la rosa
la hoguera donde arden aburridas las palabras ¿no es
mejor callar? si le dije y me puse a escribir este poema
(12, “Cartas que llegan sin hacer ruido”, estrofa 10)

Si no hay algún rostro oscuro, algún poeta, que sirva de canal al humo para que las palabras puedan arder en la lejanía al ser escritas, las palabras se estancan, se pudren. Entonces vienen la inundación y el fin de los tiempos, y es necesario que haya un arca para rescatar a todos los animales del bosque. Por eso el poeta elije hacerle caso a los perros que le ladran a la luna, colocarse su rostro, convertirse el también en máscara, y escribir para evitar que la podredumbre de las palabras lo acalle todo.

…las palabras
se pudren, la luna brilla en la palma de caronte, ¿qué hacer?

consérvala me dice, escribe humo de incendios lejanos
(13, “Humo de incendios lejanos”, estrofa 10)

Estas son las últimas líneas del libro. Con ellas remontamos a su fuente siguiendo el flujo de las palabras que tienen por único signo de puntuación el serpentear de las líneas que componen las estrofas numeradas. Es serpenteando, y proyectándose hacia la siguiente línea para intentar leer las frases dispuestas en línea india, que el lector surca el río de palabras hasta la cabecera de donde proviene el humo, hasta llegar al poema número trece —las trece lunas que completan un año solar— y comprender que el libro que acaba de recorrer es una obra de rescate, o tal vez un exorcismo, pero siempre humano y divertido: un recuento del tiempo y las preguntas de la creación artística. Es sólo cuando el lector lee la última frase del libro que está seguro de haberlo leído bien.
Son muchas las figuras míticas de ayer y hoy mencionadas en los versos, algunas parecen irreverentes pero son tan míticas como las otras: Popeye, santa Teresa, san Eustaquio, Caronte. Pero, a mi parecer, la figura central del poemario es Sigfrido, el héroe germánico, esposo de Krimilda.

tus ojos no tengo ojos pregúntale a sigfrido a la serpiente
pregúntale qué fue de tus palabras de los papeles que
arrojaste al canasto de la esperada lluvia en un bosque
de tilos hablo del infierno de la moneda de caronte
del perro que ladra del perro que no nos deja dormir
(13, “Humo de incendios lejanos”, estrofa 5)

Y no es por casualidad, me imagino. Sigfrido, en la saga de los Nibelungos, es quien mata al dragón. Los historiadores dicen también que fue un personaje real, un rey germánico que lucho contra Atila y perdió, pero su recuerdo se inmortalizó en la mitología de los pueblos que finalmente lograron vencer a los invasores Uno que ocuparon Europa. Sigfrido atraviesa con su espada el corazón del dragón que estaba echado sobre el anillo del poder y muchos otros tesoros, y se baña en la sangre que brota de la herida. Pero antes, prueba esa sangre, y al sentir su sabor se da cuenta de que entiende “lo que dice el canto de los pájaros”. Este guerrero es, pues, el poeta por excelencia. No requiere más de ningún significado suplementario a la musicalidad de las palabras porque, junto con los pájaros, encuentra todo el sentido en el sonido mismo.

el sonido es anterior a la palabra dibuja entonces
la palabra el sonido llega con la música…
(4, “El libro de la vida o mis conversaciones con Teresa de Jesús”, estrofa 2)

El tema de la primacía de la música sobre el contenido conceptual recorre el poemario, de Eduardo; y tal vez no sea coincidencia que el poema 11 sea el que lleva el nombre más esotérico de todos los capítulos: “Lo que dice el canto de los pájaros”. Porque así como el 13 indica que se ha completado un ciclo lunar equivalente a un año solar, 11 es el número de la pubertad, el despertar del conocimiento, y la entrada a la madurez donde también se perfila la muerte.
Según la mitología, ese despertar requiere gran valentía, pero engendra, al mismo tiempo, un engañoso sentimiento de inmortalidad adolescente que termina siendo fatal. Cuando Sigfrido se baña en la sangre del dragón, ésta le cubre todo el cuerpo como una armadura inmortal, todo salvo una marca que le dejó una hoja de tilo que le cayó sobre la espalda. Y es por este pequeño tatuaje de vulnerabilidad que le dejó una hoja del bosque que Sigfrido finalmente muere a manos de su enemigo, así como Aquiles muere por el talón, su único pedazo mortal.
Sigfrido-Aquiles, dos nombres, pero quizás se trate del mismo arquetipo. A través de la historia y el espacio, nuestro héroe aparece bajo muchas otras identidades. En el mundo cristiano se le llama san Jorge, el caballero vestido de una casi invencible armadura medieval. En la mitología nigeriana, que llegó a América junto con la esclavitud mercantil de los europeos, Sigfrido-Aquiles-san Jorge se llama Oxossi, el cazador. Y es también Luna… así me lo explicaron los tupinambá, un grupo indígena de la costa atlántica brasilera, el primero en ser contactado por los portugueses hace cinco siglos, el primero en extinguirse y, también, el primero en reencenderse. Hoy en día han vuelto a la memoria atizada por humos de incendios lejanos, y después de muchos muertos y nacidos de matrimonios con descendientes de africanos y europeos, los tupinambá han recuperado su nombre para reclamar sus tierras, e impedir que sus últimos bosques sean apropiados por los hacendados ignorantes de su pasado. Es que, según ellos, su entorno natural está hecho por los cuerpos de sus ancestros —los encantados— que se transformaron en rocas, bosques, montañas y cursos de agua. El paisaje es memoria de los dioses así como también lo es el lenguaje.
Sigfrido-Aquiles-san Jorge-Oxossi-el encantado tupinambá (tantos nombres, tantas máscaras) es un espíritu, y su recuerdo también está grabado en el gran rostro de la noche. Dicen los tupinambá que las huellas que se ven sobre la faz de la luna no son sino el dibujo sombreado del guerrero armado atravesándole el corazón al dragón. Mírenlas bien, si el humo no les enturbia la vista, tal vez las vean. Quizás por eso haya tantas referencias a la luna en este libro de Eduardo. Ellas nos devuelven a Sigfrido. La luna en la palma de Caronte es la manzana de la tentación que el poeta no puede dejar de morder para llegar, como Sigfrido, a comprender lo que dice el lenguaje de los pájaros.
Hace tres años, bajo de luna serena de Bahía, al sur de Ilhéus, unos jóvenes tupinambá de la aldea de la Serra do Padero me explicaron lo siguiente: “os encantados so comem folha e fumo”… “Los encantados sólo comen hojas y humo” porque el humo perfumado de las hojas es el alimento de los dioses que se transformaron en elementos del paisaje.
Termino, entonces, mi presentación con estas palabras indígenas sudamericanas que me hacen pensar que el libro de Eduardo tal vez sea una pira sacrificial, una ofrenda de humo silvestre para alimentar a sus progenitores, literarios y carnales, y a los muchos pájaros que desde lejos le han dado música a su habla.

Jazz Zone, Lima, 14 de enero 2010.

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